La maldición del Teatro Romea. Murcia

 En una de las plazas más céntricas y transitadas de la ciudad de Murcia se encuentra el Teatro Romea, todo un referente para la cultura no solo a nivel local y regional sino también nacional. Pero al margen de este valor por su amplia y variada programación, el edificio cuenta en sí mismo con una dilatada historia y diversas y curiosas anécdotas como la que habla de una maldición que pende sobre tan emblemático recinto. 

En las primeras décadas del siglo XIX, lo que hoy es la plaza Julián Romea y su teatro era un terreno anejo al convento de Santo Domingo, propiedad de los padres dominicos que allí habitaban. En él había un huerto y un cementerio para sepultura de los frailes difuntos. Las desamortizaciones llevadas a cabo durante los años del reinado de Isabel II, que supusieron la apropiación por parte del Estado de numerosos bienes raíces de órdenes religiosas, también afectaron a aquel terreno, siendo expropiado en 1842.  

Años después se decidió edificar un teatro en el lugar. Era lo menos que una ciudad como Murcia merecía y cuyos habitantes reclamaban, ya que hasta ese momento las representaciones tenían lugar en simples corralas repartidas por el casco urbano que no tenían un gran aforo ni reunían las condiciones necesarias. Tras un lustro de obras, dirigidas por los arquitectos Carlos Mancha y Diego Manuel Molina, el teatro fue por fin concluido en 1862. Recibió el nombre de Teatro de los Infantes y fue inaugurado el día 25 de octubre por la mismísima reina Isabel. En 1868, tras la Revolución Gloriosa y la marcha de la monarca al exilio, el teatro pasó a llamarse “de la Soberanía Popular, denominación que no se mantendría durante demasiado tiempo ya que en 1872 se le dio la actual. Fue en memoria del famoso actor Julián Romea Yanguas, nacido en Murcia en 1813 y fallecido en el pueblo madrileño de Loeches en 1868. Precisamente Romea había protagonizado la obra “El hombre del mundo”, de su gran amigo Ventura de la Vega, con la que se inauguró el teatro una década antes.  

Llegamos así al 8 de febrero de 1877 cuando, durante la representación de la obra “Cómo empieza y cómo acaba” de José de Echegaray, se desató un incendio en el teatro, al parecer por un candil. El fuego acabó con el escenario, el patio de butacas y los palcos, aunque los camerinos y otras dependencias pudieron salvarse gracias a la eficaz acción de los bomberos. No hubo que lamentar víctimas. 

Tres años fueron necesarios para reparar los muchos daños causados por el incendio. En los trabajos de rehabilitación intervino el prestigioso arquitecto Justo Millán y en 1880 se procedió a la reinauguración del teatro.  

Pero menos de dos décadas después, el 10 de diciembre de 1899, mientras se representaba la zarzuela “Jugar con fuego” (menuda casualidad), comenzó otro incendio que resultó ser mucho más devastador que el anterior, ya que del edificio solamente quedaron los muros. Además, las llamas afectaron al suministro eléctrico de la ciudad, lo que supuso un apagón y el consiguiente miedo entre sus habitantes. El siniestro se atribuyó a un fallo de la instalación eléctrica aunque la empresa responsable, queriendo eludir responsabilidades, lo achacó a un cigarrillo o puro mal apagado. Todo el público presente pudo salir a tiempo aunque desgraciadamente, un joven que volvió a recoger su cartera, pereció asfixiado por el humo.  

No sabemos si fue tras el primer incendio o ya con el segundo (o quién sabe si ya durante la propia construcción del edificio) cuando empezó a correr entre los murcianos el rumor acerca de la existencia de una maldición sobre el Teatro Romea. Habría sido lanzada por los frailes dominicos tras verse privados de aquel terreno con huerto y cementerio que pertenecía a su convento. La maldición hablaba de que habrían de producirse tres incendios en el teatro levantado sobre su antigua propiedad. El primero no ocasionaría víctimas mortales, el segundo solo una y el tercero, que se desataría cuando el aforo estuviera completo, acabaría con la vida de todos los asistentes. El relato terminó calando en la ciudad haciéndose muy popular, y se dice que por muy lleno que esté el recinto siempre habrá de quedar un asiento vacío para que la condición necesaria para que tenga lugar ese fuego tan terrible jamás sea una realidad. 

Más de un siglo ha pasado ya desde aquel devastador segundo incendio del Teatro Romea y todavía no se ha producido el tercero y último que será tan mortífero tal y como asegura la leyenda. Quizá se haya debido simplemente a las lógicas y pertinentes medidas de seguridad que reúne este tipo de locales o bien porque siempre, con motivo de cada obra o concierto que allí tiene lugar, alguien se encarga de dejar sin vender una de las localidades y garantizar así que la maldición nunca pueda llegar a cumplirse. 


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